En estos
tiempos hemos de asistir a un régimen subjetivista que afecta a la visión de
diversos aspectos de la realidad. Así, en torno a los valores, que tan de moda
están hoy en día en nuestra sociedad y argot diario, la visión subjetiva
concibe a los valores como algo que es propio del sujeto, que se encuentra de
modo innato en el ser humano, y donde la
ética se ha de guiar por la razón práctica y por lo que ella determine como
válido para todos aunque ésta no justifique este carácter universal, sino que
solo lo sea impuesto por vía de una justificación a priori al más puro estilo
kantiano. En aparente contradicción emerge la visión empirista que va más por
lo material, lo fáctico, reduciendo el mundo de los valores a este mundo
mínimo. De allí que los valores en la visión empirista se justificaría por la
cantidad de felicidad, entendida como mero placer, que puede proporcionar al
hombre; al mismo tiempo que la jerarquía de los mismos estaría también
establecida en torno a este criterio. La sociedad, por tanto ensalzaría
aquellos valores que más placer puedan otorgar a la sociedad por el mayor
beneficio individual. Todo se reduce a materia, donde los valores no son fines,
solo son instrumentos en cuanto mayor utilidad de placer pueden otorgar a la
persona.
Obviamente hay
diferencia entre ambas visiones por el punto de partida, sin embargo, ambos
llegan a un relativismo en la concepción de los valores y por ende a un
subjetivismo ético. El idealismo al quedarse en lo inmanente, la razón descubre
lo universal del valor pero solo desde el interior, pero su exteriorización no
puede explicarse y al no tener referente trascendente, queda todo difuminado en
los sujetos que imponen los valores desde su propia conciencia la cual se torna
en referente del actuar ético. El subjetivismo deja sumido al valor en una
inestabilidad, puesto que no hay cosa más cambiante como la decisión, el
parecer del sujeto, llevando a la larga al relativismo, la ética sería aquello
que las conciencias determinan que es bueno y que debe ser así para todos. El
empirismo, por su parte, al entender el valor como placer, hace depender
también el valor de lo que más le sea placentero al sujeto, cayendo también por
lo tanto en el relativismo, y a la postre en un subjetivismo radical.
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Frente a estas dos posiciones
hemos de insistir en el valor ontológico de los valores. Es decir, nos
referimos a los valores considerados en sí mismos, en cuanto poseen el ser.
Algo posee valor en sí mismo por el mismo hecho de poseer el ser y de allí que
sea valioso independientemente del sujeto que lo aprecia y lo valora. Esto nos
lleva a la relación que existe con los trascendentales, propiedades del ser: unidad,
bondad, verdad, belleza; de allí que decimos que es valioso porque es bueno o
porque apreciamos unidad y belleza en aquello que valoramos. De esta misma
manera el valor ontológico es identificable con los trascendentales, puesto que
en el fondo valen por el ser que poseen, o por su bondad o verdad en sí misma
que encierran independientemente del sujeto. El valor ontológico esta
relacionado con el carácter intrínseco y absoluto del valor que hace que esta
sea permanente, se fundamente en el ser, el cual abarca a todos los entes, y
por lo que se llega a su carácter universal: es decir, aquello por lo que cada
valor es deseado y buscado por todos. El valor, es valor justamente porque vale
para todos, (evitando de esta manera el relativismo) y, por tanto, posee un
carácter ontológico que lo hace superior al sujeto, por el cual sacrificarse y
dar la vida por él. Si el valor no tuviese un carácter ontológico propio no
habría una pauta para el camino ético del hombre, puesto que todo estaría
supeditado a la apreciación del sujeto, es decir, a un subjetivismo ético a
ultranza, ya sea guiado por lo que impone la conciencia del individuo o por la
mayor consecución de placer. De allí la necesidad de redescubrir el carácter
ontológico del valor en cuanto que es referente obligado para la actuación
ética de todo ser humano.
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